Cuando nos hablan sobre la importancia de liberar los sentimientos reprimidos lejos estamos de dimensionar que esta dinámica emocional afecta nuestra salud mental y menos que la hemos vivido desde nuestra niñez en miles de experiencias.
De esta manera, cuando pensamos en esas experiencias, imaginamos contextos significativos como cuando reprimí mi tristeza porque mi padre se había ido de la casa y, para hacerme el fuerte, guardé todos mis sentimientos o cuando me mudé de barrio y en el fondo quería quedarme porque tenía todo, entre otros, a mis amigos. No nos percatamos que nuestro niño interior tiene guardado millones de memorias que fueron muy significativas. De adultos, no somos conscientes de esas memorias.
Parece increíble que nuestro inconsciente no distinga que un hecho que parecía banal logre grabarse como una memoria muy dolorosa de otro que, supuestamente era más significativo. Para explicar esto, tomaré dos recuerdos de la infancia: la pérdida de mi osito de peluche y la muerte de mi abuela.
Si de niño me vinculé más con mi osito de peluche (porque en él encontré un amigo protector, compañía y me ofreció la seguridad que una abuela distante, controladora y con actitud cruel no me dio), en mi inconsciente el recuerdo del osito se va a fijar más, sobre todo, porque al perder mi osito, mis padres no me dejaron expresar mis sentimientos y no le dieron importancia al hecho.
Expresar los sentimientos
De lo anterior, podemos concluir que es importante que nos permitamos como adultos y que le permitamos a nuestros niños sacar sus sentimientos y que NO los repriman, pues cada vez que le dices “cállate”, “no seas exagerado”, “no es para tanto”, “otras personas tienen problemas más graves”, él está entendiendo que mostrar sus emociones de tristeza y de dolor es malo; por lo tanto, va a callar miles de escenarios que va a vivir en su día a día, queriéndose mostrar cada vez más perfecto, fuerte y conciliador con el adulto.
De esa forma, los estamos entrenando para que traicionen su esencia y su ser y no sean fieles a su pensar, sentir y actuar, que es el pilar de una vida plena y feliz.
Cada vez que nos llevaron o que llevamos a nuestros hijos a reprimir sentimientos por cualquier situación que, inclusive no le damos importancia, genera un cúmulo de memorias las cuales creemos que las hemos olvidado. Esto no es así. Nuestro inconsciente las ha registrado y poco a poco se van convirtiendo en una olla a presión. Por ejemplo,
- La rabia que siente un hermano mayor al ver que a su hermano menor le compran más cosas porque hace pataleta.
- La tristeza que siente un niño cuando quiere dibujar, escribir y colorear sus cuadernos del colegio o escuela a su manera y los maestros no se lo permiten.
- La rabia que puede sentir una niña que quiere jugar fútbol, pero no se lo permiten por ser niña.
- La tristeza o rabia que siente un chico por la sobreexigencia por ser el hermano mayor.
- La ira que niños y niñas pueden sentir porque sus hermanos pueden llevar a la casa amigos y ellos no.
- La inconformidad que siente un chico con mente creativa que no le permiten expresarse al decorar su cuarto como quiere.
- La tristeza que sufre un niño al sentirse solo y abandonado porque sus padres no le dedican tiempo.
En caso de no liberar esa presión, estallan en diferentes contextos de salud mental como la ansiedad y la depresión.
Por eso, debemos permitirnos y permitir que nuestros niños puedan expresar sus emociones y tenerlas en cuenta; igualmente, escucharlos y comprenderlos, pues al permitirles esta dinámica, que es una experiencia de amor propio, los estamos enseñando a que escuchen su corazón y puedan empoderarse desde el amor con su ser.
Nos interesamos por limpiar diariamente nuestro cuerpo, pero no por la limpieza del alma. Tan solo escucharlos ayudará a que no sean los adultos reprimidos que se destruyen emocionalmente y, de paso, a otros, sacando sus resentimientos.
Aprendiendo a sentir y expresar nuestras emociones, liberaremos cada vez más nuestro inconsciente y sanaremos.
Martha Lucina Hernández,
creadora de Pedagogía Sana
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